Esta mañana, cuando llegamos a Loulé, un helicóptero lo sobrevolaba y había hombres de uniforme en algunas de sus calles con las iniciales GNR (Guardia Nacional Republicana: una especie de Guardia Civil a la portuguesa). ¿Qué es esto? Nos preguntamos. Cuando llegábamos al castillo para conocerlo, pasaba la primera moto de una carrera de bicicletas de niños menores de 18 años.
Niños, digo, parecían hombres. Por su velocidad, por no tener miedo. Me pregunté mentalmente por qué no habían mujeres. Podría haber escrito entonces «Niñas, digo, parecían mujeres».
Como si de una publicidad que engancha se tratara, nos quedamos embelesados viendo a ese pelotón pasar, a esos voluntarios pequeñajos indicar curva peligrosa y pitar con su silbato, a ese staff enorme que acompaña a esos ciclistas con coches y más coches con bicis y más bicis sobre ellos.
El padre de Juan Antonio hablaba y hablaba por teléfono contándole a alguien :»Ya veo a Juan Antonio, lo veo, lo veo. Juan Antonio está entrando. Es el que va delante ahora…». Tal vez ese padre venga desde Marbella, o desde Galapagar, dos de las publicidades que hemos visto entre las camisetas. Y entonces E me ha hablado de lo caro que puede ser el ciclismo si no perteneces a un equipo y he pensado en todos esos padres españoles que hoy también estaban en Loulé.
De Loulé me acordaré, pero cuando la describa diré: «aquel pueblito donde vimos entrar la carrera ciclista justo al lado del castillo». Y E me responderá: «me acuerdo».
Nos hemos movida a Faro y como ya era hora de comer, aquí la que escribe tenía antojazo de pasta. Tras dos días de pescado, necesitaba un cambio. Buscando una pizzería o italiano, una publicidad nos hizo callejear para salirnos de la calle principal. Cuando llegamos a su puerta, no nos convencía. Uffff, se me venía a la cabeza otra vez pescado. Un cartel en el restaurante de enfrente que empezaba con «croquetas de cocido» nos convenció para entrar.
Un lugar con encanto, con suelos de antaño a penas arreglados, luces que colgaban con cables a la vista, muchas flores secas y un baño extraño donde compartían espacio dos inodoros uno al lado del otro. Me pregunté que haría si alguien entraba conmigo. Pues yo conquistada. Me encantaba la decadencia del lugar y empezaba a encontrarme en mi salsa.
Una carta en tabla, con cartones que separaban entrantes, ensaladas, principales y postres.
La camarera nos preguntó: ¿queréis pan?. Of course… Y desde que nos trajo un pan perfectamente presentado, junto con un aceite de oliva totalmente verde, unas aceitunas negras aliñadas con una salsa roja y unas altramuces en un aceite con algún tipo de especie que no podía estar más bueno… aquí la que escribe, la que tenía antojazo de pasta, presintió que no olvidaría esa comida.
Dios, pero qué buenísimo todo.
He hecho fotos a lo que mis ganas me dejaron. Pero no olvidaré jamás esas croquetas de cocido con una salsa fortísima pero DE-LI-CIO-SA, un arroz cremoso con tomates secos, champiñones y albahaca que estaba IM-PRE-SIO-NAN-TE y una crême brûlée que yo me imaginaba como algo parecido a una crema catalana y que, en realidad, estaba más cerca de una especie de dulce de leche y que nos ha sabido a GLO-RI-A. Creo que ha escalado al postre más rico que he probado JA-MÁS.
Buscar un italiano y que termine en SE7E PEDRAS, el restaurante en cuestión, hará que recuerde Faro como el sitio donde comimos de escándalo por pura casualidad.
A ultima hora, nos hemos acercado a Tavira, y justo entrando a su famoso puente romano desde una de las paralelas a su hermoso y ancho río, nos ha sorprendido ver el puente cubierto de lavanda silvestre. Unos metros más hacia delante, hemos visto cómo unos hombres, acompañados de un camión, cubrían las calles con el matorral. Cómo olía todo.
«Sigue el camino de las baldosas amarillas». Eso hemos hecho con la lavanda. Y sin casi buscarla, nos encontrábamos a unos 20 metros de la Iglesia de la Misericordia, una iglesia que buscábamos expresamente por sus enormes murales de azulejos tan típicos en Portugal.
Y esa lavanda, que nos llevaba hasta la Iglesia, no se quedaba en su puerta, sino que la Iglesia estaba cubierta también de ella. Tres imágenes de virgen puestas en medio de la iglesia (muy sorprendentes para mi por estar con el pelo suelto, sin corona ni túnica que se lo cubrieran) y rodeadas de lavanda.
No he podido evitarlo y he preguntado a la mujer que cuidaba la iglesia el por qué de la lavanda. Con una sonrisa enorme ella me ha confirmado lo que sospechaba, que la echaban porque más tarde pasaría por allí la procesión y engalanaban las calles de su recorrido. En mi pueblo, una de las hermandades hace algo parecido, y en su día grande, justo antes de la procesión, esparcen romero delante de la cruz guía.
Por ver a Tavira TAN bonita con su lavanda, por confirmarme que somos tan iguales a pesar de los kilómetros, recordaré a Tavira como aquél pueblito que en Viernes Santo hace algo similar a «los verdes» en Alhaurín.
La foto de portada, es otra casualidad. Una calle estrecha, preciosa, y justo en mitad de ella, una mujer paseando con paraguas rojo. CLIC, e inolvidable.
Y todos estos detalles, todas esas pequeñas anécdotas son las que conforman un viaje. No todo es conseguir la foto deseada, ver más y más lugares, pateárselo todo de arriba a abajo. Yo me quedo con los pequeños momentos que nunca se me olvidarán de la cabeza, con esas pequeñas casualidades que enganchan.
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